Bogotá, 24 de enero de 2025. Las voces entrecortadas de los campesinos del Catatumbo reflejan el infierno que se vive en la región desde el pasado 16 de enero. La maldición de la coca los empujó al fuego cruzado entre el ELN y las disidencias de las Farc. Secuestros y desplazamiento son hoy el pan de cada día de una región boyante, donde cultivos como el cacao, el café y la cebolla fueron desplazados por una mata que solo ha llenado de desgracias a la población civil.
En diferentes veredas se han vivido redadas, que terminan en amedrentamientos y secuestros a los campesinos, que están acorralados. Conocimos el relato de una de las víctimas, cuya identidad no será revelada, porque el silencio y el anonimato son la única garantía de proteger la vida en una zona convulsa, donde muchos prefieren morderse la lengua que musitar palabra.
“Nos agarraron a un poco de personas y nos llevaron. Es brava la vaina, nosotros duramos como siete días amarrados del pescuezo, encadenados de las manos y hasta el diablo. Claro que nos dieron buena comida, pero nada le alimenta a uno, porque está en la zozobra, día y noche encadenado del pescuezo. ¡Es muy bravo! Pero bueno, uno tiene que aprender a vivir. ¿Qué más hacemos?”, cuenta uno de los pobladores que se gana la vida sembrando cacao y a quien en el pasado le “metieron por los ojos” las supuestas “bondades” de la coca, un cultivo del que ya no quiere volver a saber.
Aunque logró regresar a casa, con condiciones impuestas por el ELN, ahora se encuentra en un autoconfinamiento, intentando retomar su vida sin hacer ningún movimiento en falso. “Ya estamos de regreso en casa. ¡A trabajar se dijo otra vez! Nos tenemos que cuidar, ¿para dónde echamos? Mantenernos aquí firmes, porque nos dijeron que cualquier resbalón, no lo perdonan a uno”, relata con tristeza.
Y es que es en el campo donde más se viven la zozobra, la desazón y la impotencia. Como lo afirma un habitante de otra de las veredas del Catatumbo, en la provincia de Ocaña, la población ha sido víctima del poder económico y de la falta de presencia del Estado. Con vehemencia afirma que la coca les conviene a los gobiernos para no hacer inversión.
“Si no hay coca, nadie sale a comprar nada, porque no hay plata. ¿Qué podés comprar con una carga de chucheco o yuca? Si apuradito alcanza para comprar tres panelas. Por eso necesitamos inversión social, que verdaderamente lleguen las ayudas a la gente del campo, a quienes verdaderamente las necesitan”, señala.
La coca, el detonante de la guerra en el Catatumbo
De acuerdo con la Oficina de Naciones Unidas para las Drogas y el Delito (UNODC), Norte de Santander es uno de los departamentos con mayor número de hectáreas de coca, la cifra es superior a 30.000, según datos de 2023. Esta, sin duda, es la manzana de la discordia de esta guerra, pues de ahí se sostienen las economías ilícitas de los diferentes grupos armados ilegales que operan en la zona. Venezuela, dicen expertos y pobladores, se ha convertido en el corredor clave para sacar la producción hacia Centroamérica y Norteamérica.
“Sabemos que hay unos culpables de esta guerra, que son los que nos han tenido abandonados. Si hubiera proyectos productivos y el gobierno hubiera puesto los ojos en el campesino, esto no estaría pasando, porque la gente estaría sembrando cultivos de pancoger, pero toca seguir con las cuatro matas de coca porque no hay alternativa, pues el que quiere sembrar cacao o aguacate no tiene la plata para comprarlo. ¡El día que no haya una mata de coco en el Catatumbo, cesan las guerras! Ninguno se quiere dejar quitar el poder económico y esto es muérase el que se muera”, expresa el campesino de la provincia de Ocaña.
Impotencia, tristeza, abandono y orfandad son los sentimientos que imperan por estos días en las montañas del Catatumbo. La población está desmoralizada, pero con la convicción de que esta vez no será la excepción y se levantarán de nuevo, como han aprendido a hacerlo en medio de las peores crisis que haya podido sufrir Colombia.
“El Catatumbo es nuestra casa, nuestro hogar y nuestra familia. Estamos arraigados al territorio. Y más cuando nosotros no hemos salido a las grandes ciudades o a vivir fuera de acá. Estamos tan enamorados de nuestro territorio que, a pesar de la violencia, hemos aprendido a convivir con esa situación compleja. Hay una resiliencia grande”, dice con melancolía un habitante de uno de los once municipios de la región.
La tierra, como aseguran los afectados, es lo más sagrado que un hombre puede tener. Obligar a alguien a desprenderse de ella es robarle la dignidad y el arraigo, es dejar casi huérfano a un ser humano. Por eso, muchos insisten en continuar en casa, soportando los nuevos y ya permanentes embates de la guerra.