Dos casos nos recuerdan hoy que somos una sociedad indigna, condenada a la vergüenza y al fracaso: uno es el de una menor de edad en Caldas, que fue violada por un pastor depravado, mientras escuchaba música cristiana. Y el otro, el de la pequeña Sofía, que fue violada y asesinada cuando iba a hacer un mandado a la tienda, y para quien finalmente hubo algo de justicia este viernes: su asesino pagará la pena máxima, una pequeña victoria en un mar de impunidad.
El caso de Caldas, que se conoció este miércoles, 30 de abril, es una muestra más de las aberraciones de muchos salvajes disfrazados de ovejas, que se aprovechan de la vulnerabilidad de una niña para arrastrar su dignidad y disponer incluso de su vida.
La imagen de esa menor corriendo despavorida al ser perseguida por su padrastro violador, que no contento con haber abusado de ella, había cavado una tumba para enterrarla, es una derrota para la humanidad entera.
Nos queda el consuelo de que un campesino escuchó sus gritos y corrió a rescatarla. Y de que hoy, el pastor evangélico, que en realidad es un monstruo, ya está detenido, después de ser increpado por una comunidad embravecida. Por lo menos, hubo solidaridad. Ahora, esperamos que también haya justicia.
¡No merecemos tener la cabeza en alto como sociedad, como país, como humanidad! Los folios de las comisarías de familia en Colombia están repletos de casos anónimos, desconocidos, de niñas que han sufrido abusos de sus propios padres, en sus propias casas, en los lugares donde se supone que deberían estar seguras. ¡Merecemos cargar con el lastre de la vergüenza!
Si guardáramos un minuto de silencio por cada mujer víctima de abuso y violencia sexual, creo que este mundo se quedaría mudo para siempre. Qué angustiante parir hijas para esta sociedad enferma, donde el hecho de nacer mujer ya es una amenaza, un factor de riesgo, una sentencia de que no vamos a sentirnos seguras nunca, no importa dónde estemos.
Algún día, tendremos que hacer un mea culpa colectivo por cada vida desahuciada por causa del abuso, por cada niña que tuvo que renunciar a su inocencia por culpa de un depravado, de esos que se camuflan entre la gente de bien y maquillan sus culpas. Porque han sido valientes para agredir a seres vulnerables, pero se agazapan a la hora de reconocer sus aberraciones.
Si conociéramos cada caso de abuso sexual en el país, tendríamos todos que llorar lágrimas de sangre, porque no hicimos nada para proteger a esas niñas, a esas mujeres que han crecido arrastrando dolores que no merecían, heridas que les dejó una sociedad machista y misógina, que aún tiene muchas deudas por saldar en equidad, muchos dolores por curar en quienes hacen posible el milagro de la vida.
Casos como los de estas dos menores, nos tienen que doler para siempre. No merecemos siquiera la redención del olvido. Nuestra condena es recordar que no hemos sido capaces de honrar y cuidar a nuestras niñas. Y al final -hay que decirlo- todos tenemos las manos manchadas de sangre, todos llevamos la culpa de cada una de esas víctimas a las que no supimos proteger ni escuchar.