El Cementerio Central alberga la tristeza de muchos adioses, pero más allá de su simbología propia de la muerte, recoge capítulos dolorosos de la historia de Colombia, como la violencia política que resurge hoy con el asesinato del precandidato presidencial del Centro Democrático, Miguel Uribe.
En este campo santo, reposarán los restos del senador de 39 años, que dan cuenta de otra herida abierta para un país, al que ya no le alcanzan las lágrimas. Treinta años después, se vuelve a vivir un magnicidio, un retroceso vergonzoso que lacera la democracia.
En el Cementerio Central, yace el recuerdo de numerosas infamias e intentos de doblegar una Nación. Allí está enclavadas las tumbas de la ignominia y de la infamia, como la de Álvaro Gómez Hurtado, el líder conservador ultimado a bala en 1995 al salir de una clase en la Universidad Sergio Arboleda.
También reposan los restos del líder de izquierda Carlos Pizarro, candidato presidencial asesinado en 1990, al reintegrarse a la vida civil luego de su paso por el M-19. Un nuevo fracaso en el intento de reconciliación de una patria.
Y allí también está enraizado el recuerdo de uno de los magnicidios más estremecedores que ha vivido Colombia: el de Luis Carlos Galán Sarmiento, quien se había convertido en símbolo de esperanza para un pueblo sumido en la violencia del narcotráfico y la guerrilla, en esos días lóbregos de 1989. Esa misma violencia acalló su voz con el sonido ensordecedor de las balas.
Hoy las heridas se reabren, la tierra vuelve a cubrir nuevos pesares. La cadena no se rompe; hay una tumba más, que representa una nueva marca deshonrosa para Colombia, pero que también le recuerda a una sociedad el deber de seguir cultivando flores, para desterrar para siempre el fantasma de la muerte a sangre y fuego.
Allí, en el emblemático Cementerio Central de Bogotá, conviven la izquierda y la derecha, porque para la muerte no hay diferencias, porque el odio ha tocado todas las orillas, porque el fanatismo y la crueldad no tienen un color único ni una sola ideología. Porque la barbarie se camufla sin vergüenza alguna en cualquier rincón del extremismo.
Ojalá en Colombia no haya una tumba más de vidas cercenadas a deshoras. Ojalá, los próximos muertos que se cuenten en este campo santo, hayan partido como lo decreta la naturaleza; ojalá algún día, Colombia logre cerrar para siempre esas hondas heridas, que vuelven a supurar después de muchos años.