Bogotá, 27 de marzo de 2025. Han pasado los años, pero persiste en la memoria uno de los momentos más angustiantes para la humanidad: la pandemia del COVID-19, que quebró familias, sueños y miles de vidas.
Un 27 de marzo, de ese fatídico 2020, cuando países como Italia perdían la cuenta de sus muertos, el papa Francisco dejó una imagen y un mensaje para la historia. Desde una desierta Plaza de San Pedro, que simbolizaba la lucha a muerte del ser humano contra un potente virus que logró doblegarlo, salió a bendecir a las personas que luchaban contra el miedo y contra la muerte desde la soledad de sus casas o de una clínica.
El santo padre acudió a la Statio Orbis, una plegaria universal para implorar por el fin de la pandemia y por la paz de los que se iban y de quienes se quedaban capoteando el dolor de la ausencia.
La escena no parecía de este mundo. El papa, a solas, en la oscuridad de la noche y de la vida, se inclinaba ante un enorme crucifijo, en medio de la lluvia y del sonido de las sirenas de las ambulancias, que no paraban de trasladar enfermos.
“Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa”, así describía Francisco aquel momento lúgubre.
Millones de fieles lo seguían desde todo el mundo, a través de la televisión o el internet, buscando esperanza, cuando se había perdido el rumbo y la seguridad de una rutina reemplazada por nuevos hábitos. Todo era desasosiego, y la fe fue la salvación de muchos.
Los indelebles mensajes del papa Francisco: “Todos en la misma barca”
Hay un mensaje en particular que aún resuena en la memoria de la gente y fue el llamado del pontífice a entender que la “salvación” dependía de todos. “Nos dimos cuenta de que estamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados, pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente”, expresó el papa en una de sus prédicas más sentidas y certeras.
Y en esa alegoría con los discípulos, instó a la condescendencia. “En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: ‘perecemos’, también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino juntos”.
Y se refirió a las tormentas de la vida y a la volatilidad de la existencia. “La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades”.
También recordó la necesidad de la humildad ante los embates del mundo. “Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos”, afirmó el papa, en un instante en que las vanidades del hombre se desmoronaban una a una.
Y reivindicó la fe como escudo del cristiano. Lanzó una pregunta del Evangelio, que aún resuena en los oídos de muchos cuando afrontan la tempestad: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Acaso no tenéis fe?”.
Francisco invitó a abrazar la cruz y añadió una reflexión para la historia: “No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere”.
Con estas y muchas otras frases ya célebres, el pontífice argentino reconfortó a una humanidad derrotada, desesperanzada y agobiada. Dios fue el consuelo para miles de corazones desolados.
“El mensaje que me quedó fue la tranquilidad del Papa en una difícil temporada. Nunca sintió miedo al virus y tampoco fue ajeno a la ciencia, a entrar en el esquema de vacunación. Varios de nosotros sentimos temor y eso nos afectó demasiado. El papa nos recordó que Dios es amor”, dijo José Torres, quien vivió horas desafiantes por causa de la pandemia.
Él y muchas otras personas guardan en el recuerdo esa imagen conmovedora, humana y esperanzadora del papa Francisco, inclinado ante la cruz, que, sin duda, quedará en la retina como un símbolo de esperanza en medio de la rendición del planeta entero.
Hoy, la Plaza de San Pedro vuelve a estar atiborrada, el mundo vive una nueva oportunidad, aunque con muchos dolores y enseñanzas a cuestas, pero ante todo, con la reivindicación de la fe, porque quedó claro que esta no será la única tormenta y que el ser humano es inevitablemente vulnerable ante los vaivenes de la existencia.